Por última vez nos hallábamos sentados los veintiún acusados en la bodega del Palacio de Justicia para efectuar la comida del mediodía. Reinaba una gran tensión. La mayor parte estábamos abatidos y nadie hablaba ya de una condena de pura fórmula. Todos mirábamos hacia los lugares de Von Papen, Fritsche y Schacht. En cada uno había una gruesa naranja. El coronel Andrus había imaginado otra de las suyas, con objeto de dar un trato especial a los tres hombres declarados inocentes de todos los cargos que se les imputaban.
Directamente desde la mesa fuimos llevados a la sala. Desde las 14'50 a las 15*13 nos fue comunicado a cada uno de nosotros nuestra pena.
Por última vez subí al ascensor. Me acompañaban dos M.P. La puerta se cerró detrás de nosotros. Por vez postrera penetré en la sala. Me senté, solo, en el banco de los acusados. Me ajusté los auriculares en espera de la sentencia a la pena capital. No experimentaba nerviosismo alguno. El larguísimo proceso había embotado mis sentimientos. Oí: condenado a veinte años de cárcel. Me quité los auriculares, volví al ascensor y fui conducido nuevamente a mi celda. Detrás de mí, cerraron la puerta.
"Veinte años — pensé —. Veinte años. Ahora tengo treinta y nueve. Veinte años son también una condena de muerte."
Pero no me quedó mucho tiempo para pensar: Un joven oficial americano entró en la celda. Fui trasladado. En el camino hasta el piso superior me dijo:
—Keitel y Jodl han sido condenados a muerte. Eran oficiales. Cumplieron órdenes. ¿Qué será de nosotros a partir de ahora? También nosotros hemos sido formados para cumplimentar órdenes. ¿Quién puede dictaminar sobre la justicia de una orden? Cada uno de nosotros tiene, a partir de ahora, la soga al cuello.
No le respondí. En realidad, nada podía decirle, pues estaba bastante ocupado conmigo mismo.
Me encontraba en el primer piso. Mis vecinos de celda eran Raeder, Doenitz, Hess, Funks, Speer y Neurath. Nosotros siete éramos los supervivientes.
Desde que nos habían comunicado la sentencia, escuchaba todos los ruidos que sonaban afuera. Oí que pronunciaban unos nombres. Los nombres de los condenados a muerte. Luego escuché pasos. Dos veces por día daban un paseo de veinte minutos de duración los condenados a la pena capital. Lo hacían esposados a un carcelero y desde el pronunciamiento de su condena, no salían al patio.
Una noche sonaron golpes de martillo en el gimnasio. Duraron toda la noche. El centinela de la puerta me dijo:
—Pronto los colgarán. Están ya levantando las horcas.
Dejaron de sonar los martillazos. Pero subsistió la inquietud. Aquella noche me desperté de pronto. No sabía qué hora era. En toda la cárcel reinaba un silencio mortal.
A la mañana siguiente, día 16 de octubre de 1946, acudió el médico alemán de la prisión. Le miré y dije:
—Están todos muertos. Se ha cumplido la condena.
El doctor Pflucker asintió:
—Entre la 1'45 y las 2'45 han ahorcado a todos, con excepción de Goering. Se ha suicidado con cianuro. Su carcelero vio que rompía la pipa antes de irse a la cama. Poco después estaba presa de espasmos. El carcelero llamó al médico, pero era demasiado tarde.
Sigue especulándose todavía sobre quién suministró el veneno a Goering. Estoy seguro de que escondió la ampolla en su pipa de tamaño mediano, sustrayéndola así a todos los controles.
Al día siguiente de pronunciado el veredicto comenzó para los siete que luego fuimos trasladados a Spandau, el cumplimiento de la sentencia. Nos cortaron el pelo y recibimos uniformes negros de penados, cortados y confeccionados a medida por los americanos, con botones en los que aparecía el emblema de las "starsand- stripes".
Aquella mañana, Hess, Speer y yo tuvimos a nuestro cargo la limpieza del gimnasio. Pocas horas antes habían sido ejecutados allá nuestros trece compañeros de inculpación.
Ilustración 15. Puerta de la cárcel de Spandau |
Ilustración 16. Von Schirach en el patio de Spandau |
El mayor Teich, comandante americano de la prisión, entró en mi celda.
—Mañana tengo que llevarle a Berlín.
Era un día de junio de 1947, aunque no acierto a precisar con exactitud la fecha. Debió ser en la segunda mitad del mes. Tenía por delante diecinueve años y tres meses de reclusión.
Cada uno esposado a un G.I., los siete presos fuimos conducidos al amanecer al aeropuerto de Nuremberg. Cuando el aparato levantó el vuelo, nos quitaron las esposas. También se nos permitió que habláramos unos con otros. Tras una hora y media de vuelo tomamos tierra en Berlín-Gatow. Otra vez nos esposaron a nuestro respectivo G.I. Subimos en un coche celular que había atravesado el campo hasta situarse al pie de la escalerilla misma del avión. No nos fue posible advertir dónde nos conducían. Pero cuando el coche se detuvo al cabo de unos pocos minutos, intuimos que habíamos alcanzado nuestra última estación: la cárcel aliada de Berlín-Spandau.
Como me encontraba el más cercano a la salida, tuve que saltar el primero. ¡
—¿Nombre? — me preguntó un individuo de uniforme.
—Schirach.
—Number one, número uno.
A partir de aquel momento no fuimos más que un número. Dejó de haber nombres. Me siguió el gran almirante Doenitz, sucesor de Hitler como presidente del Reich. Los G.I. tuvieron que ayudar a descender a Von Neurath, antiguo ministro del Exterior, que con sus setenta y cuatro años, era el de más edad entre nosotros. Fue el número tres. Le siguió Raeder, el antiguo comandante en jefe de la marina de guerra... número cuatro; Speer, el ministro de Armamento y Producción fue el número cinco y el antiguo ministro de Economía y presidente del Banco de Alemania, Funk, el número seis. Ultimo en descender, fue el sustituto del Führer, Rudolf Hess, que recibió el número siete. Fuimos conducidos luego, aisladamente, a una celda de recepción. Como yo tenía el número uno, me llamaron el primero. Tuve que desvestirme por completo y fui reconocido en el departamento sanitario por cuatro médicos, un francés, un ruso, un inglés y un americano, que me examinaron de los pies a la cabeza.
Entretanto, me cambiaron las ropas que llevaba por un equipo compuesto por camiseta, calzoncillos, calcetines de lana y unas zapatillas de paja. Aquél era el uniforme de recluso. La chaqueta y cada una de las perneras del pantalón llevaban un enorme número en cifras árabes, pintado con pintura blanca. Poco después entré en el bloque de celdas donde viviría durante casi veinte años.
—Número uno — dijo el carcelero —. Aquí está su celda: la número trece.
Era pequeña. Cuatro pasos y medio de longitud por dos y medio de anchura. Una cama, una mesa y un W.C. con caída de agua: eso era todo.
Apenas hube tenido tiempo de verlo cuando la puerta volvió a abrirse. Tres guardianes entraron y dijeron casi al unísono y en alemán: —Inspección.
Me revisaron los bolsillos de la chaqueta y los pantalones. Luego retiraron la cama. Cada uno de ellos llevaba un pequeño bastón; uno se subió a la mesa y golpeó los barrotes que cerraban la ventana para comprobar que no estaban aserrados. Cuando abandonaron la celda, estaba patas arriba. Comencé a poner un poco de orden, pero apenas había puesto manos a la obra cuando la puerta volvió a abrirse. El director inglés entró precedido de un oficial de la prisión.
—Inspección — dijo éste.
El inglés miró a su alrededor, me miró a mí y salió de la celda. Hubo un poco de tranquilidad, pero duró apenas unos minutos. Luego entró el director americano. Tras él, el director francés. Permanecí de pie, junto a la puerta. Me dije que solamente podía entrar ya uno: el ruso. En el corredor, alguien dijo:
—El número cuatro (era Reader) tiene todavía una alianza de oro.
Finalmente llegó el director ruso. Tampoco pronunció una sola palabra. Ni siquiera me miró, sino que aparentó no verme. Apenas me había echado en la cama, cuando oí que alguien gritaba afuera:
—¡Paseo!
Los siete presos tuvimos que formar en la puerta de nuestras celdas, fuimos sometidos de nuevo a un minucioso cacheo y tras conducirnos a través de unos interminables pasillos, desembocamos en un pequeño patio. Durante dos horas, nuestras zapatillas de paja dieron vueltas en círculo. Ante mí caminaba, inclinado, el anciano Von Neurath. Le resultaba difícil resistir tanto rato.
Volvieron a llevarnos a nuestras celdas. Siguió otro registro. Hubo que enseñar el pañuelo y volver los bolsillos de los pantalones y la chaqueta. Otra vez fue examinada minuciosamente la celda y de nuevo golpearon los barrotes de la ventana. Hasta la hora de la comida tuvimos tranquilidad. Luego se nos repartió una ración de
comida no mal preparada, pero insuficiente incluso para un niño.
Los tres primeros años de nuestra reclusión pasamos hambre. Como sabíamos que tampoco se encontraba gran cosa para comer al otro lado de los muros de la cárcel, tratamos de acomodarnos a aquello. Pero a finales de 1949 habíamos llegado a tal punto que Neurath había perdido cuarenta libras de peso. Estaba tan débil que no le resultaba posible mover una carretilla en el jardín.
Un día descendió el director inglés y preguntó a uno de los guardianes:
—¿Qué les pasa a los reclusos que están sentados tan apáticamente?
—Sir — respondió el guardián —. Si no se les alimenta mejor habrá que enterrarlos aquí.
Una comisión médica dictaminó seguidamente que estábamos desnutridos. Tras aquella investigación llegó desde Washington la orden de alimentarnos bien. De pronto hubo grasa a nuestra disposición, pues hasta aquel instante no habíamos visto un pedazo de mantequilla. Por vez primera hubo carne decente y café verdadero. El director ruso no tardó en protestar contra la alimentación que nos daban los americanos y ordenó rebajar las raciones. Pero el director americano, comandante Miller, decidió vigilar personalmente la comida. Durante tres semanas, a las 6'45 de la mañana, a las 12, hora de la comida y a las cinco, hora de la cena, estuvo presente acompañado por un sargento americano, largo y delgado como un palo.
Durante los primeros años reinó la más estricta prohibición de que los presos conversaran entre sí. La única posibilidad de hablar con alguien era ir a buscar un libro a la celda que hacía las veces de biblioteca. El gran almirante Raeder era bibliotecario. Nos unía una estrecha amistad. Cuando acudía a la celda, al anochecer, había siempre un centinela en la puerta. Preguntaba a Raeder sobre un libro cualquiera. Y antes de que me respondiera, inquiría rápidamente:
—¿Tiene usted noticias de su esposa? ¿Cómo le va a su hijo?
Fueron los franceses quienes consideraron la prohibición de hablar como algo inhumano y nos permitieron, antes que los demás, dirigirnos la palabra. Estoy seguro de que ninguno de los reclusos lo olvidará. Representó mucho para nosotros poder hablarnos, aunque fuera brevemente. Sobre todo cuando teníamos tantos meses de silencio tras nosotros: saber lo que hacía la mujer y los hijos de los otros reclusos, conocer lo que pensaban, lo que atormentaba en aquellos momentos su ánimo era un alivio.
Recuerdo muy bien cómo el oficial de prisiones francés, Gerthofer, cuando nos conducía para el trabajo en el huerto, dijo a los otros carceleros en alemán (el alemán era idioma de servicio en Spandau entre los aliados) lo siguiente:
—Durante los tres días que tengo servicio estará permitido hablar.
El guardián ruso protestó:
—Njet... eso vá contra el reglamento.
Gerthofer repuso:
—Me hago responsable.
Cuando llegamos al huerto, el ruso nos prohibió hablar unos con otros. De pronto, apareció Gerthofer y le preguntó:
—¿Tú jefe o yo?
—Tú — respondió el ruso.
—Si yo jefe, tú obedeces.
Con aquello quedó zanjado el asunto y nos fue posible hablar unos con otros. Desgraciadamente, sólo fue mientras duró el mando francés.
De una manera oficial, no se levantó la prohibición de hablar hasta que lo autorizaron los embajadores de las cuatro potencias, en 1954. Más tarde recibimos también periódicos, cuatro en total, uno por cada zona. Nos ocupábamos también mucho de los trabajos de jardinería y en los bancales que nosotros mismos habíamos dispuesto en el patio.
Solamente uno permanecía el día entero apoyado en la pared, sin hablar ni buscar contacto con nadie. Era Rudolf Hess.
Trabajábamos ocho horas diarias. Hasta entonces no me habían interesado jamás los trabajos hortícolas. Allá se hizo obligado. Pero por lo menos, el trabajo nos reunía a todos y disfrutábamos del aire libre. Cultivábamos tomates, patatas y fresas. El primer año preparé un bancal y sembré semillas de distintas variedades florales. Cuando florecieron, el director ruso protestó:
—¡Flores prohibidas! ¡Fuera flores!
Rastrillamos la tierra y cultivamos patatas.
Al año siguiente les tocó el turno a los tomates. Llegué a tener un centenar de matas. Frecuentemente, me ayudaba en el riego el gran almirante Doenitz. Cuando abríamos la manga, exclamaba:
—¡A todo vapor!
Hablaba todavía con la jerga de la marina.
Mis tomates fueron haciéndose grandes y rojos. Hubo una cosecha enorme. Cestos llenos, que cada tarde colocaba en una carretilla para llevarlos al estercolero. Estaba prohibido que los reclusos los comieran. Los guardianes tampoco podían llevárselos a casa, pese a que lo hubieran hecho de buena gana. Así es que los tomates quedaron condenados a la destrucción. Igual le ocurrió a Raeder con sus fresas, a Doenitz con sus pepinos y a los otros con sus patatas.
Durante los primeros años nos ocupaban durante el invierno otros trabajos no menos inútiles. Día tras día teníamos que pegar de 5.000 a 6.000 bolsas que por la noche eran quemadas en la calefacción central. De igual manera y hasta el momento de la liberación, se destruían cada catorce días por orden de los directores, los diarios y libretas de anotaciones que llevábamos.
Los dos bancos que nos habíamos construido nosotros mismos, estaban situados en diferentes extremos del jardín, bastante alejados uno del otro. A uno lo llamábamos "el banco del gran armatoste" y al otro "puente de mando del submarino". Tales nombres tenían su origen en la vieja rivalidad entre los dos grandes almirantes, Raeder y Doenitz. Esta rivalidad había nacido durante la guerra. Raeder propuso entonces que en vez de fortalecer una poderosa arma submarina, se construyeran grandes unidades navales, buques de combate y cruceros especialmente. Pero en la más decisiva fase de la contienda, los grandes armatostes se revelaron inamovibles, en tanto que el arma submarina se resintió de la falta de suficientes unidades. Raeder tuvo que marcharse y Doenitz ocupó su puesto. Mientras todos nosotros, incluido el propio Hess, nos reuníamos a conversar en ocasiones en el "gran armatoste" y en otras en el "puente del submarino", los almirantes Raeder y Doenitz seguían manteniendo sus distancias.
Por mi parte, conversaba gratamente con Raeder. Aquel hombre me impresionaba siempre con su inteligencia, su conocimiento del mundo y su convencido espíritu cristiano. Ni un solo día comenzaba para él sin la correspondiente oración.
Tras uno de nuestros inútiles trabajos, Raeder, Funk y yo nos hallábamos sentados en el "banco del armatoste". Raeder explicaba detalles de la actuación de la marina durante la segunda guerra mundial y el ataque alemán a Noruega. Dijo:
—Fue una necesidad estratégica. Yo mismo sugerí el ataque y el desembarco. La flota inglesa estaba preparada y dispuesta a hacer lo mismo que nosotros. Pero nosotros llegamos primero.
Funk le preguntó entonces:
—Diga usted, mi almirante, ¿por qué no atacaron ustedes a Inglaterra?
La respuesta de Raeder fue entonces incomprensible para mí.
—Al término de la campaña de Francia, la Marina no recibió orden alguna de ataque.
Hoy sé que Hitler alentó siempre la esperanza de un entendimiento con Londres y por ello no obstaculizó la retirada del cuerpo expedicionario, desde Dunquerque a las islas.
Raeder prosiguió:
—De todos modos, yo habría desaconsejado también una orden semejante. Nos habríamos estrellado contra la inaccesible costa inglesa.
Hablábamos de la campaña de Rusia, cuando aventuré que habíamos roto con nuestro ataque el pacto con los rusos, que éstos no estaban dispuestos para un ataque y que sin duda, Hitler había sido falsamente informado por la "Abwehr" [49] [50] sobre los preparativos ofensivos de Rusia. Raeder me interrumpió:
—Por favor, no siga hablándome de Canaris. Nunca fue santo de mi devoción. Los de la Marina jamás tuvimos que ver con él. Tenía algo de balcánico. Hizo muchas cosas poco gratas con tal de conseguir sus fines de arribista...
Fue en las siguientes frases cuando hizo la sensacional revelación:
—El asesinato de Karl Liebknecht y Rosa Luxemburgo hay que cargarlo en la cuenta de Canaris.
—¿Cómo dice? — le interrumpí —. Yo creí que había sido algún subordinado de segunda fila...
—No — dijo Raeder —. Canaris preparó aquel asesinato y se las arregló para ser nombrado juez en el proceso. De esta manera le fue posible influenciar la investigación y conseguir que el autor, que había obrado de acuerdo con sus órdenes, saliera bien librado. Doy mi palabra sobre todo ello.
En los bancos de Spandau me enteré de muchas cosas. En una ocasión explicó Funk cómo liquidaba, en su calidad de director del "Reischbank" las deudas de los jerarcas por medio de un fondo especial.
—Goebbels acudía cada año. Se llevaba de 150.000 a 200.000 marcos. También le pagué deudas a Helldorf,
presidente de la policía berlinesa, que perteneció a las gentes del 20 de julio.
—Pero Hitler me explicó personalmente que le había liquidado también sus deudas — dije.
Funk no pareció sorprenderse.
—Me enteré más tarde. Así es que cobró dos veces. Imagínate: también pagué deudas a Gisevius.
Quedé sorprendido:
—¿A ése que en Nuremberg declaró contra nosotros?
—Sí; me lo endosó Schacht. Cuando me hice cargo del Banco del Reich, me dijo: "Tengo un agente que es muy valioso para el Banco. Me transmite desde Suiza informaciones sobre problemas económicos y financieros." Me dio además una lista de agentes y tuve que hacerme cargo de todos ellos. En el banco de acusados de Nuremberg, Schacht se echó a reír tras las declaraciones de Gisevius y dijo: "Ese era mi hombre en el exterior".
Un día Raeder me llevó aparte, precisamente cuando estaba regando mi espléndido campo de tomates.
—¿Qué tiene usted con Doenitz? Ese tipo está loco.
Traté de no prestar oídos a la observación. Quien haya estado en una celda conocerá, sin duda, la psicosis de la reclusión y sabrá lo insospechadas que resultan algunas reacciones. Así es que me resultaba igualmente posible comprender a Doenitz, que me dijo durante el paseo:
—Ahora hay un presidente para la Alemania Occidental y otro para la Oriental. Y sin embargo, yo soy el único presidente legítimo de todos los alemanes.
O también comprender a Speer, que tras haber hecho una cita de un libro americano, me dijo:
—Hay tres genios llamados Albert: Albert Einstein, Albert Schweitzer y Albert Speer.
Tan sólo al cabo de una reclusión de cinco años insistió nuevamente Speer en la ilusión que ya había comenzado a alentar en Nuremberg:
—Ya verá usted: los americanos me sacarán de aquí. Me necesitan.
Pero lo cierto fue que también él tuvo que cumplir su condena de veinte años de reclusión hasta el último día.